10 enero 2010

Encerrado en una habitación sin puertas ni ventanas, oscuramente lapidado. Sigue intentando cantar sin tener voz, llorar lágrimas que ya se secaron y, se le escapa el aliento con cada verso mudo que le deshojó y le abandonó desamparado. Anhela el tiempo que pasa y él no atrapa, todos aquellos que cogió entre sus brazos y no están, el ruido, las palabras, las voces... todo lo que fue y que ahora no es nada, lo palpable, lo etéreo...

Y sueña, no sabe si de noche o de día, pero sueña. Su imaginación le lleva al pasado y, nostálgico, recuerda cada día en un segundo, repite cada rima, la mira y la mima, o eso hacía cuando la libertad era su costumbre.

La locura es su única compañía entre estas cuatro paredes de hormigón que le aislan de todo lo que quiere y no tiene. Ya no siente, él es el frío, sólo la muerte le hiela acechando en las sombras. Si fuera joven atravesaría el muro que le mantiene en su presidio sin pestañear, pero está cansado. La vida le dejó exhausto y apoltronado en una esquina de este cuadrilátero espera alcanzar su sino, el único al que está condenado como todo ser con cuerpo y alma. Así, entre metáforas acongojadas, un viejo trobador muere.

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