26 septiembre 2016

¿Corazón que no siente?

Un texto que encontré escrito por ahí, en la oscuridad de este blog ( de 2010 o algo así...):

Era de lo más vulgar, una más en el jardín que rodeaba una casa, de estilo colonial, construida en los años sesenta por un indiano enriquecido que había regresado al hogar. Con el tiempo, el edificio había envejecido y perdido gran parte de su esplendor, pero aún conservaba una pequeña parte del jardín y de la elegancia que éste le concebía. A pesar de todo, pertenecer a ese jardín no la hacia sentir especial, ya que la zona había sido recientemente poblada por grandes urbanizaciones que ridiculizaban aquel pequeño espacio natural entre la calle y la puerta de la casa donde estaba. Se sentía sola y abandonada en aquel recóndito lugar.

Fue la primavera quien la hizo ver más allá de esa verja oxidada. Ella abrió sus ojos y la vio florecer. Suaves pétalos blancos y una fragancia que embelesa. Era tan bella que las palabras poco podrían decir de ella. No era sólo su aspecto, se podía percibir una aura a su alrededor que hacía sentir bien a quien quiera que la mirase, la tocase, la oliese...

La casa estaba medio abandonada, por ahí sólo pasaba el hijo del dueño tres veces por semana a cuidar lo que quedaba de jardín. Se llamaba Andy, tendría unos venticinco años y siempre iba apoyado en su pequeño bastón blanco. A ella le gustaba como trataba el jardín, como si hubiera algo mágico escondido en él, algo que, al parecer, nadie más podía percibir. A veces se pasaba tardes enteras contemplándola y eso le gustaba. Se quedaba con los ojos distantes y una sonrisa bobalicona, y la acariciaba desde el tallo hasta los pétalos, despacio, siempre despacio. Si alguien lo hubiera visto, no sé qué le hubiese pasado por la cabeza, lo que es seguro es que no sería nada bueno.

Llegó el verano y Andy seguía con su rutina. Iba todos los lunes, los jueves y los sábados, como un reloj de ésos que hacen los suizos, siempre a la misma hora y en el mismo lugar. Primero regaba la hierba con una manguera, después, usando una regadora hacía lo mismo con las flores y luego pasaba el rastrillo por debajo de los árboles y recogía alguna que otra hoja. Finalmente, cogía una estera y se sentaba a su vera para sumirse en ése estado de contemplación vehemente. A ella empezaba a darle miedo su mirada perdida e inexpresiva, la sonrisa llena de locura, en general, él.

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